Diario de Burgos

"Los militares me llamaban bohemio y los bohemios, facha"

R. PÉREZ BARREDO
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No presiden, no representan, no quieren foco... Pero son parte esencial de la ciudad. La crónica de Burgos se escribe en las vidas de quienes ayudaron a construirla. Pedro María Ramírez, 'Pipo', es uno de esos hombres y esta es (parte de) su historia

Pipo, en su guarida/estudio, donde pasa horas y horas haciendo creaciones hasta altas (indecentes) horas de la madrugada. Así que sus mañanas apenas existen. - Foto: Patricia

* Este reportaje se publicó en diciembre de 2019 en la edición impresa de Diario de Burgos

Sus ojos vivarachos y centelleantes son como el rayo y se meten muy adentro, hasta el alma. Emana esa mirada un destello cautivador, de inteligencia y bonhomía. Pipo es un Quijote que jamás vio gigantes: siempre eran molinos quienes le salían al paso aunque tuvieran brazos poderosos y fauces ominosas. En el abigarrado santuario que es su casa, Pedro María Ramírez, Pipo, es el sumo sacerdote, el monarca a la manera de Pessoa: al sol siéntante y abdica para ser rey de ti mismo. Pipo es mucho Pipo. Y muchos Pipos. Se arranca con unos versos del Tenorio mientras abre sus brazos para recibir al visitante, que siente en el rostro la caricia de una barba sedosa y el calor de un corazón desparramado. Se define "flaco y de sueño inquieto" este personaje inclasificable y poliédrico, este sensible tahúr de la existencia que ha sido y es de todo: percusionista de postín, acuarelista prodigioso, escultor genial, escritor secreto, filósofo de cuna, hedonista de libro, jurídico impecable, noctívago irredento, bohemio de luna y plata.

"Yo no merezco la pena. Estoy amortizado", dice con sincera humildad. Pero quienes le conocen saben que no es cierto: si todas las ciudades atesoran joyas ocultas o casi clandestinas, gentes sin las que éstas no podrían comprenderse, Pipo es una de ellas. "Estoy volviendo a la autenticidad, al origen. Yo nací con un carácter muy artístico, que me ha dado mucho gozo pero también mucho sufrimiento", confiesa en tono confidencial. En ese origen está la infancia, claro, la verdadera patria del hombre en palabras de Rilke. La de Pipo fue feliz. Inmensamente feliz. "Fue maravillosa, pese a ser nacionalsindicalista y religiosísima. Estuve catorce años en los Maristas. Me fue muy bien. Contaban conmigo para todo. Tuve mucha suerte". Desde el principio exhibió un enorme talento creativo: para la pintura, para la música, para los sueños... "Siempre tuve una inquietud tremenda y me divertía mucho".

No fue traumático el salto a la adolescencia. "Se concebía el amor de una forma platónica preciosa, limpia. Como el sexo era pecado... Quita, quita, nos decíamos... Aquellas novias quinceañeras, las manitas en el cine, aquel temblor lírico... Lo desconocíamos todo, pero era una maravilla".

Siempre tuvo Pipo una memoria prodigiosa, que le ayudó mucho en los estudios: fue un alumno brillante, de notas excelentes. Lo sacó todo bien y empezó a estudiar Derecho (que hizo a caballo entre el Viena del Espolón y la biblioteca del Salón de Recreo), compaginándolo con su pasión por la música. Habrá muchos que aún recuerden aquel dúo magnífico llamado Pipo y Balmori -batería y guitarra, respectivamente- que iba por los pueblos como los juglares de antaño, de verbena en verbena, honrando el rock and roll de Elvis Presley, Johnny Cash, Bill Haley y compañía, y arrancando suspiros femeninos. "¡Y todavía vivía ‘Su Excremencia’! Lo pasábamos fenomenal. Hicimos hasta una versión rockera del Himno a Burgos". Pero, ¡ay! aquel flirteo con el mundo artístico no sedujo mucho en casa. "Mi madre era un sargento. Enviudó pronto. Éramos dos hermanos y yo siempre me sentí el patito feo, siempre tuve cierto complejo de culpabilidad. Estaba estudiando Derecho, pero jugaba al póker, tocaba la batería, me divertía... Y aquello no le gustaba. ¡Llegó a cambiar la cerradura de casa! Le llevaban los demonios aquello de que yo anduviera tocando la batería por ahí, y eso que ganaba mucho dinero".

Para hacerle un regalo y borrar cierto complejo de culpabilidad, obedeció a la petición de su progenitora de que opositara y se hiciera un hombre de provecho. "Me fui a Madrid, me compré un programa de oposiciones, estuve un año y medio estudiando e hice el Cuerpo Jurídico Militar. Había tres plazas. Yo saqué una de ellas. Y me presenté de uniforme en casa de mi madre. A partir de ahí, viví una vida que no era la mía. Porque el Cuerpo Jurídico daba complicaciones. Y me pillaron los años de plomo". Se refiere Pipo a la cotidiana sangría perpetrada por ETA en los 70, que se cebó principalmente con el estamento militar. Participó como jurídico en numerosos procesos, siendo el más importante el Consejo de Guerra que derivó en los últimos fusilamientos del franquismo. Fue el fiscal en el juicio que condenó a muerte al miembro de ETA Ángel Otaegui, ejecutado en Burgos en septiembre de 1975.

Una sombra de amargura le atenaza el rostro al evocar aquel episodio. "No le tenían que haber ejecutado; era primitivo, influenciable, incluso tierno. Un simplón. Él no había sido autor material del asesinato en Azpeitia del cabo de la Guardia Civil Gregorio Posadas Zurrón. Fue condenado por cooperación necesaria. Cuando le notificaron la sentencia preguntaba: ¿y al otro? Por el autor material, José Antonio Garmendia Artola, a quien se le conmutaría después la pena de muerte por la de privación de libertad. Fue terrible. Había que ponerse una venda en los ojos y cumplir con el deber. No me gusta recordarlo, pero nunca fue algo que me torturara. Los hechos toman validez, son morales o inmorales, dependiendo la época en que se vivan. Aquellos eran los años de plomo. ETA mataba y mataba y mataba. Recuerdo que se presentaron voluntarios para fusilar a Otaegui. ETA mató a un gran amigo mío, Alberto Martín Barrios, casado con una burgalesa. Una gran persona. Parece que le estoy viendo atado de manos en un pajar cerca de Bilbao, con un tiro en la cabeza. Eso sí me hace daño. Lloré mucho".

Su desempeño profesional se desarrolló siempre en Burgos. Desde 1972 hasta 1991, en que se fue con el grado de coronel, no sin esfuerzo. No le dejaban marchar. Pero lo dicho: Pipo es mucho Pipo. Y dijo hasta aquí hemos llegado. En aquellos años, empero, no dejó nunca de hacer lo que más le gustaba: arte, bien fuese a través de la música, la pintura o la escultura. Aquella suerte de doble vida no fue en modo alguno un baldón. La resume así: "Fue la esquizofrenia más divertida del mundo. ¡Los militares me llamaban bohemio y los bohemios, facha!", exclama prorrumpiendo en una sonora carcajada. "Me divertí muchísimo, la verdad. Con toda humildad digo que de los militares no aprendí absolutamente nada, porque todo era una puta mentira -la lealtad, el compañerismo-. Lo que pasa es que yo tuve prelatura. Traté a nueve capitanes generales y todos me llamaron Pipo. Firmaban todo lo que les daba, sin mirar. Lo bueno es que aquel trabajo me permitió vivir la diosa comodidad, que es la que preside ahora mis actos, y seguir haciendo lo que más me gustaba. Para que me entiendas, dicté más de 500 sentencias pero firmé más de 2.000 acuarelas". En medio de esa esquizofrenia, en la que lo mismo se iba al campo a pintar con Pedro Saiz y Alberto Serra Hamilton, que charlaba horas con su admirado Modesto Ciruelos, que exponía en Tagra, que tocaba los bongos en un bar de madrugada o participaba en un juicio por terrorismo, también se casó y tuvo dos hijas, Tatiana y Reyes, a quienes adora. Así como a la descendencia de ambas. Es un abuelo orgulloso de la tropilla más menuda.

El pie en el estribo. Ahora, cuando se ve ‘con el pie en el estribo’, confiesa sentirse asustado. "Estoy asustado y viendo un entorno general, en Burgos y en España, que no me gusta. No por ideología. No soy feliz en este mundo en el que preside la mentira. Y la tecnología... Hay que tener mucho cuidado con ella. Está convirtiendo a la gente en zombis, en autistas sociales. El uso hace el delito. Tampoco me gusta cómo está ahora el mundo del arte. Hay mucha purrela, demasiado postureo. Es dinero, dinero y dinero. Impostura. Se ha perdido pureza. Falta cultura. Tradición y creencia. Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron/ -soy de la raza mora, vieja amiga del sol-,/ que todo lo ganaron y todo lo perdieron./ Tengo el ama de nardo del árabe español./ Mi voluntad se ha muerto una noche de luna/ en que era muy hermoso no pensar ni querer.../ Mi ideal es tenderme, sin ilusión ninguna.../ De cuando en cuando un beso y un nombre de mujer. Pierde Pipo la mirada tras recitar los versos de Manuel Machado y se queda por un instante en silencio, acaso mirándose hacia adentro, mientras el humo de su cigarro permanece temblando frente a su rostro, que se difumina por un segundo, como en neblina. Le asalta algún mal recuerdo, como aquel episodio en el que la Benemérita le trató como a un delincuente, y con muy malas formas, después de que alguien le denunciara por atesorar en su casa obras de arte robadas. Falso. Él ha coleccionado toda su vida. Legalmente.

Filosofa Pipo. "Mi ideología es hacer el bien y evitar el mal. Es sí: el obrero por encima de todo. Que no le falte de nada. ¿Soy de izquierdas? No lo sé. Lo que no soy es mata curas ni mata monjas ni mata rojos. Me gusta la amistad. Lamento no haber encontrado la amistad en las amantes que he tenido, que mira que he tenido, y no es por presumir. Es un capítulo cerrado de mi vida. No logré nunca extraer de una amante la amistad. Eso sí: el amor es lo más maravilloso que hay. El motor del mundo. Hay que levantarse enamorado, aunque sea de una idea concreta o abstracta. Yo estoy enamorado de Aldonza, a la que he construido como a Frankenstein: con la bondad de una, la belleza de otra... He creado una mujer ideal. Y estoy enamoradísimo de ella. Por eso, cuando paso del deber ser al ser, me decepciono. La acción empeora todo. Lo mío es el sufrimiento y la observación. Yo siempre he sido de amores literarios, muy específicos y normalmente clandestinos, que son los que más hacen sufrir y los que más divierten".

Confiesa sentir miedo al dolor. También a la soledad dañina. "Morirme no me importa absolutamente nada. Lo peor es morirse entubado, sufriendo... Eso lo temo horrores. Y los achaques, que te van quitando cuerda a la cometa, que te quitan autonomía, autosubsistencia. Espero ir desapareciendo con la misma comodidad con la que he estado viviendo estos últimos años". No tiene teléfono móvil ni ordenador. Y es el territorio incierto de la noche y la madrugada el que más y mejor habita Pipo, en el que da rienda suelta a su genio creativo con la pintura y la escultura. Las mañanas, como si no existieran. Quizás estén sobrevaloradas. "Tengo el horario invertido", señala. Añora las noches brujas y faranduleras del Patillas. "Allí lo he pasado de maravilla. Enseguida montábamos algo espontáneo. Qué bonito era, lo echo de menos", evoca.

Pasa muchas horas solo. Acompañado de ausencias. "La naturaleza es muy sabia. Hay que dejarla obrar. Te llena la cara de arrugas, pero al mismo tiempo te quita la vista. Y entonces no las ves. Con las ausencias pasa igual. Estás vacunado. Algunas ausencias acompañan, sí. Pero vivir en el pasado no me gusta. La nostalgia es dañina. Otra cosa es la melancolía, que es la dicha de estar triste como decía Víctor Hugo. Hay que saber manejar lo afectivo y cerrar la puerta a los parásitos que vienen a hacerte daño. No hay que abrir ni a Cristo, porque además es peligrosísimo. Porque vas buscando humo para meterlo en una botella. Pero no hay ni botella, ni humo. Todo lo que ayude a vivir, como placer y bienestar, arriba. El resto nada". Palabra de Pipo, que se despide con alegre elegancia, con un caudal de luz en la mirada y la sonrisa abierta, franca, cálida como el más largo e intenso de los abrazos. Lo que no se escribe no existe, tiene anotado en su escritorio. Hágase pues la luz.