Diario de Burgos

"Si vas al buen tuntún en la empresa fallas"

G. ARCE
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No presiden, no representan, no quieren foco... Pero son parte esencial de esta ciudad. La crónica de Burgos se escribe en las vidas de quienes ayudaron a construirla. Enrique Amaro Bañuelos es uno de ellos y esta es (parte) de su historia

Enrique Amaro Bañuelos. - Foto: Alberto Rodrigo

* Este artículo se publicó en la edición impresa de Diario de Burgos el 13 de julio de 2020

Nació hace 73 años en Palacios de la Sierra, donde todos le conocían de niño como ‘Amarito’, porque Amaro a secas era su padre, el secretario del Ayuntamiento, que se casó con Margarita, hija del pueblo. Viene tanto nombre a cuento porque la denominación comercial del negocio al que ha dedicado toda su vida Enrique Amaro Bañuelos Redondo, Amábar, es un homenaje a la familia: la ‘A’ de Amaro; ‘ma’, de Margarita; ‘ba’ de Bañuelos y ‘r’ de Redondo. "El acento se puso en la segunda ‘a’ porque nos confundían con Anamar, una tienda de electrodomésticos que estuvo en la calle Madrid".

Amaro padre nació en Úrbel del Castillo y fue secretario en muchos ayuntamientos. Además de en Palacios, trabajó en Canicosa de la Sierra, en Saldaña (Palencia), en Frías, en Quintanadueñas, en Villangómez y en Villafuertes, donde alcanzó la jubilación. Tanto destino también tiene su porqué en la vida de nuestro protagonista dado que su padre conoció, durante sus trabajos en Saldaña, a Merino, papelería especializada en el suministro de documentos oficiales para los ayuntamientos.

Allí, en Palencia, se encendió la chispa emprendedora de esta familia -hoy todavía viva- y de aquella relación con Merino nació una primera papelería en el número 14 de la calle La Moneda de la capital burgalesa, "que entonces era de doble sentido al tráfico rodado".

En 1965, el entonces secretario del Ayuntamiento de Quintanadueñas funda Amábar, que absorbería a Merino en Burgos en el 68. De la calle La Moneda dio el salto al número 6 de la calle San Pablo, que en su día también tuvo dos sentidos de circulación y fue la entrada de los viajeros de Madrid a Burgos. "Empezamos con la papelería y suministrando los impresos a todos los ayuntamientos de la provincia. Todos los secretarios pasaban por la tienda...".

Enrique Amaro vivió en Palacios de la Sierra hasta los 6 años. Allí, recuerda, aprendió a andar en bicicleta. "Tenía que venir a Burgos unos días antes de arrancar el colegio para curarme las heridas de los porrazos que me daba". En la Sierra también aprendió la que ha sido una de sus grandes pasiones: conducir coches. Se lo debe a su tío Felipe y a su camioneta.

Volviendo a la escuela, a Burgos, estudió en los Maristas y en los Jesuitas, que los rememora como muy estrictos. En el año del PREU, recuerda, a la ciudad le concedieron el Polo de Promoción Industrial, lo que Amaro padre intuyó como una gran oportunidad de negocio enfocado a dotar de mobiliario y máquinas de escribir a la gran cantidad de oficinas y despachos que traería el desembarco industrial.

El progenitor de Enrique Amaro fue uno de los cinco fundadores de la patronal burgalesa, hace ya más de cuatro décadas. Representó a las artes gráficas en la confederación, aunque sus conocimientos en la tramitación administrativa fueron claves para confeccionar la partida de nacimiento de FAE. También fue uno de los impulsores de la Federación de Empresarios de Comercio (FEC), donde uno de sus hijos, Javier (ya fallecido) fue vicepresidente, y su nieto, Enrique (hijo de Amaro) fue presidente. "Mi padre fue un gran visionario...", resume.

el polo. A los 17 años entra a trabajar en el negocio familiar, que ya contaba con dos imprentas de artes gráficas, una de ellas de Isidro Sainz, fabricada en el taller que estuvo instalado en la calle San Francisco, donde posteriormente se ubicó la Funeraria San José, en las faldas del cerro de San Miguel.

"Al día siguiente mi padre me dio una carterita y me mandó a visitar empresas". Por aquel entonces, recuerda Enrique Amaro, las fábricas no estaban aún construidas y sus directivos y gestores estaban en oficinas provisionales repartidas por el centro de la ciudad. En la calle Mirada estuvo Radial; Inoxa en La Calera, otras tantas en el edificio Monasterio... Inoxa -ubicada en las naves donde hoy opera Nicolás Correa- fue la primera empresa que montó Amábar. "Recuerdo la cantidad de vueltas que había que dar con la furgoneta para acceder a esta industria, porque aún no estaba hecho el puente que sortea las vías del tren".

La dinámica de trabajo del joven empresario era sencilla: Cuando había obras en una parcela preguntaba y, de ahí, a la oficina provisional del centro para establecer los primeros contactos. "Siempre me decían que aún quedaba mucho para que se construyese la empresa, pero cuando llegaba el momento yo les presentaba una oferta con un paquete completo: desde los folios hasta la mesa del director y los tableros de dibujo".

En aquella época los jefes de compra de las empresas hacían honor a su nombre, tenían que comprar de todo, y aquel jovencito de la furgoneta se convirtió en un aliado para hacer su trabajo rápido y bien. "Ellos confiaban en ti porque les ibas a solucionar problemas y la clave del negocio descansaba en el servicio. Si había que abrir un domingo para solucionar un problema de copia de planos o de cualquier cosa se abría". Matizar que entonces también se trabajaba hasta los sábados por la tarde.

En los 70 hubo un crecimiento extraordinario en la ciudad y el negocio de la familia Bañuelos también creció. Muchas operaciones se cerraron en la cafetería Milán. "Fue un cambio difícil de asimilar, vendíamos mobiliario y máquinas de escribir, primero manuales, luego eléctricas y finalmente electrónicas...". La llegada de los ordenadores obligó a Amábar a echar el freno: IBM exigía unas ventas y la informática necesitaba mantenimiento y expertos.

"Una vez me llamó un profesor de la Escuela de Aparejadores por un problema con una máquina científica que le habíamos vendido. Me recibió en un aula con la pizarra llena con los números y operaciones de un problema que quería resolver con la máquina. Yo le dije: ‘Yo de estas máquinas solo sé encender y apagar’. Me contestó una frase que se me quedó grabada: ‘Pocas máquinas va a vender usted’".

La imprenta de la calle San Pablo dio paso a la copistería de El Tinte. "Conocí las fotocopias con los negativos de Valca, el papel electrostático y las máquinas de planos con amoniaco y el toner. La fotocopia de color fue el colmo". Amaro recuerda como si fuese ayer el descubrimiento del fax: "Estuvimos en una demostración en una feria y vimos como marcaban un teléfono y el plano que teníamos delante salía exactamente igual unas mesas más allá, en otro fax. Yo conocía el teletipo y realmente me sorprendió aquello". Lógicamente, la copistería de Amábar ofertó el servicio de fax... "Siempre pensaba: como le dé a Telefónica por hacer huelga, la que se va a armar...".

Sin embargo, el futuro de este empresario no estaba en la tecnología -"al año todas las máquinas se quedaban obsoletas"- sino en los muebles de oficina. En el año 73 montó el nuevo archivo de la abadía de Silos, cuatro plantas de estanterías que vinieron a sustituir a lo que había desaparecido con el incendio que sufrió el monasterio.

Fruto de aquel trabajo entabló amistad con abad Alonso y el monje bibliotecario, que luego fue abad del Valle de los Caídos. Ellos fueron unos de los 13 curas que le casaron hace 47 años en la iglesia de La Merced con su querida María Jesús Pinedo, Chus como a ella le gustaba llamarse, que falleció hace dos años. Con ella tuvo a María, Enrique y Marta y 7 nietos (uno de ellos chica, su ojito derecho...) que le dan toda la alegría. "Ellos son media vida, me han ayudado mucho cuando me quedé viudo".

Silos fue especial pero el gran proyecto fue el amueblamiento de la Casa del Cordón que, tras su restauración, se convirtió en la sede de Caja de Burgos. "Fue fantástico, desde el momento en el que nos llamaron para pasar la oferta hasta el montaje y la logística. Tuvimos que idear unas cajas portátiles para meter todo el mobiliario al edificio y bajarlo por una rampa hasta el sótano. Fueron 60 camiones y 45 días de no dormir".

Amaro utilizó por primera vez un busca para ir de planta en planta a colocar los despachos, archivos y salones. "Fue una experiencia que viví con Enrique Nuñez, entonces el subdirector". La colaboración con las cajas de ahorros se extendió a cada sucursal que abrían, y fueron muchas... Luego llegaría el proyecto de las nuevas Cortes de Castilla y León en Valladolid, en 2008, aunque eso ya pasó a Enrique, la tercera generación al frente del negocio.

"Burgos tiene fama de ser un comercio frío, pero aquí han surgido grandes marcas. Vino gente de fuera que ayudó mucho y luego estuvo la unión con Gamonal, aunque más bien parecían dos pueblos grandes unidos. Tampoco hay que olvidar la vida militar, que aquí hubo mucha". Capitanía firmó un contrato con Amábar para suministrar un palet de papel de fotocopiar al mes.

"Cuando te quitaban una operación, te daba una rabia, no dejabas de pensar por qué se lo había llevado otro, si ibas caro...".

Pinedo. No todo ha sido trabajo en la vida de Amaro. De hecho, ha disfrutado de la vida todo lo que le ha permitido. El verano de fiestas en la Sierra o las incursiones en la trastienda de Pinedo, adonde acudía con su amigo y compañero de colegio Jesús Echevarrieta para comer pasteles. No olvida la Senda de los Elefantes o las tardes de vinos por los mesones con los amigos.

Desde el año 87 pertenece a la peña Unión Artesana y todos los martes -salvo los de agosto y los festivos- se reúne con una cuadrilla de cinco amigos a merendar. Primero fue en el bar Berzosa, en el paso de las Casillas, y luego junto a San Lesmes. Ahora están en Virgen del Manzano. "Las citas que antes terminaban a las doce de la noche, ahora lo hacen a las diez porque tenemos a uno que viene de Lerma todos los martes". Han dejado el mus y ahora se dedican a la tertulia.

Enrique Amaro dejó de trabajar en Amábar en 2012 "tras un achuchón" (porque fumaba mucho) y un tropiezo con el coche: "Me quedé dormido y me asusté...".

Ha dejado de trabajar, pero no ha parado quieto. En sus paseos obligados por el médico ha conocido el Burgos verde, La Quinta y La Isla, y el encanto de las caminatas a la Cartuja los domingos por la mañana para ir a misa. "Es una ciudad limpia y el desvío ferroviario le ha venido muy bien". "Burgos -reflexiona- ya no es aquella ciudad de los 70, tuvo su momento y se ha consolidado con una gran industria, pero ya no es lo mismo".

Al echar la vista atrás y extraer alguna lección de todo lo vivido este empresario burgalés solo ve una clave del éxito: "Mucho trabajo, estar muy bien preparado y conocer lo que vas a vender. Si vas al buen tuntún fallas, hay que dar soluciones... Si confían en ti eres como un amigo que resuelve problemas. Es muy importante el contacto con las personas y vivir el momento".