Diario de Burgos

"Aún no cuelgo la bata, los pacientes son parte de mi vida"

G. ARCE
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No presiden, no representan, no quieren foco... Pero son parte esencial de la ciudad. La crónica de Burgos se escribe en las vidas de quienes ayudaron a construirla. Germán Pérez Ojeda, es uno de esos hombres y esta es (parte de) su historia

"Aún no cuelgo la bata, los pacientes son parte de mi vida" - Foto: Miguel Ángel Valdivielso

* Este reportaje se publicó en diciembre de 2019 en la edición impresa de Diario de Burgos

Aquel muchachín travieso, enredando entre botellas y sifones tras la barra del bar y permanente pegado al delantal de doña Isabel, es Germán Pérez Ojeda, cardiólogo de referencia para varias generaciones de burgaleses. La abuela materna, la única que conoció, regentaba el Rimbombín de la calle Sombrerería, y entre el trajín de vasos de vino y cazuelitas de viandas cuidó de su querido nieto, tejiendo una relación de amor y cariño que se mantiene intacta 70 años después. "Teniendo madre como tenía, la abuela fue mi gran madre: ahora entiendo a los franceses cuando las llaman grand-mère. Era tan exquisita en su trato con sus clientes y con su familia... Ella daba luz a todo...".

Tanto iluminaba que la buena señora no tuvo reparo alguno en acudir al colegio de La Merced cuantas veces fueran necesarias para arreglar las numerosas picias que protagonizaba su nieto en las aulas. "Me echaron cuatro veces de los Jesuitas y allí se presentaba la abuela, con el delantal recogido a un lado, espetando a los curas eso de ‘cómo echan a mi niño con lo bueno que es...’. Si me volvían a admitir es porque era un buen deportista y había que ganar a los Maristas y a La Salle...".

Son recuerdos sueltos, relatados entre risas, de la infancia del doctor Pérez Ojeda, hijo de médico militar (Ramiro Pérez Romero) y de Alicia Ojeda Ceballos. "Mi madre era muy guapa y muy especial. Tuvo la suerte de adelantarse -y mucho- a su tiempo". Fueron seis hermanos, dos murieron ya, y en casa se vivió la medicina como algo natural.

Médico era el padre, varios primos también y algunos tíos. "Una vez me preguntaron que por qué era médico y respondí que porque tengo una empatía enorme: cualquier cosa que veo y me molesta, me pongo en sus zapatos y trato de ayudar... Los pacientes son parte de mi vida, hasta que me muera yo, y por eso sigo aquí...", sentencia abarcando con sus brazos la mesa del despacho de su consulta privada, tan abigarrada en papeles e instrumental como sus recuerdos, y donde sigue ejerciendo la profesión de médico tras su jubilación de la sanidad pública a los 65. "Aún no cuelgo la bata -advierte- pero me pregunto si estoy capacitado para seguir haciéndolo bien y si ha llegado el momento de que mi entorno afectivo pueda disfrutar de mí... Me dirán que ya es tarde...".

Con tales antecedentes familiares, tuvo clara la vocación pronto, terminado su paso por los Jesuitas. Su padre le dio un buen día el dinero para matricularse en la Universidad de Valladolid, el destino elegido para sus estudios superiores. "Era la primera vez que iba con dinero a una ciudad yo solo y me confundió la noche... A los cuatro o cinco días volví a Burgos sin matrícula, sin un duro y en autoestop...", recuerda sin parar de reír.

Para esquivar la bronca que le esperaba en casa fue a buscar a su padre al Tizona a la hora del café, cuando sabía a ciencia cierta que estaba ocupado con los amigos. Allí, frente a la mesa de la tertulia, contó sus avatares vallisoletanos a don Ramiro y los presentes, entre los que se encontraba otro médico de renombre, Benito Rodríguez, quien sugirió la idea de enviar al descarriado a estudiar a Zaragoza con sus hijos, uno de ellos su amigo el neurocirujano Antonio Rodríguez Salazar. "Toda la medicina que sé la aprendí en los dos primeros años de carrera, pues la disciplina era férrea...", resume.

Pero la carrera eran más años y, recuerda con ironía, tampoco faltaron las fiestas en el piso y los bailes con las amigas, ni "el candor con el que nos trataban los ‘grises’ en el paraninfo de la facultad...". "Recuerdo a un policía que me decía: ‘que yo tengo un hijo como tú, que va a venir el capitán y os vamos a poner moraos...".

A mediados de los 70, el flamante licenciado en Medicina Pérez Ojeda regresa a Burgos acuciado por la enfermedad de su padre, que fallecería poco después, y la obligación de ayudar en casa. Su destino profesional en la ciudad estaba claro: el hospital de la avenida del Cid. Entra en el ‘General Yagüe’ ocupando una ayudantía de otorrino, aunque con el tiempo y más estudios optaría y lograría una plaza en Medicina Interna (lo único que había entonces) y finalmente en Cardiología, especialidad que logró tras superar el MIR, en la que fue la segunda promoción de esta prueba académica.

"Recuerdo perfectamente mi primer día en ‘el Yagüe’, cuando me dieron la bata blanca y lo que me enfadé cuando De Blas, el director entonces, me indicó mi destino como ayudante de otorrino. Aquello no era lo que yo quería para mí...".

El disgusto inicial poco a poco quedó en el olvido, pues los primeros años en el desaparecido hospital fueron simple y llanamente "geniales". "Formaba parte de la savia joven que estaba llegando al centro porque hasta entonces no había MIR. El ‘General Yagüe’ fue el hospital más humano que he conocido: éramos todos y todos éramos el mismo. Un gran familia que se mantuvo hasta marcharnos al Universitario, una caja muy grande para un zapato tan pequeño", resume uno de los principales impulsores de la construcción del nuevo hospital de la ciudad. "Es una obra faraónica, un copia y pega del hospital Río Hortega de Valladolid, en la que ir de un lado a otro con una unidad de parada cardiaca es una patata... Nunca me han gustado las distancias, dificultan la comunicación con los enfermos".

"En ‘el Yagüe’ el que más conocimiento tenía estaba arriba y los demás le daban un soporte extraordinario e iban prosperando; ahora todo es un manejo político...", se lamenta el que fuera jefe del servicio de Cardiología y presidente de la Sociedad Castellano y Leonesa de Cardiología y de la Unidad de Investigación Cardiovascular.

Son estos últimos años de profesión en la sanidad pública una etapa que no le gusta recordar, marcados por momentos muy difíciles para el colectivo médico. De hecho, el recurrió a los tribunales su jubilación forzosa a los 65 años, pero no hubo suerte... "Hemos tenido un consejero que nunca ha trabajado la medicina. Para gestionar la Sanidad hay que trabajar primero en el día a día con el enfermo. A partir de ahí, vas construyendo tu conocimiento, tu idea de lo que es ser médico y la importancia de ponerte en el lugar del paciente... Claro que nos damos cuenta cuando un paciente no sale contento de la consulta".

La medicina y la enfermería son carreras "emocionales" pero, explica, "están dentro de un sistema que ha dejado de tener emociones. Vamos a una medicina muy tecnificada, con la vista puesta en las pantallas y no en los enfermos. Hacemos demasiadas exploraciones, algunas de ellas más peligrosas que la enfermedad que buscas; hay que racionalizar las pastillas... Lo que me da pena es que todo esto se muere en la medida que empiezan a aparecer los robots, que no tienen sensibilidad alguna. En medio de grandes presupuestos para alta tecnología, al médico no se le da ningún valor, hay dinero para máquinas pero no para tener bien atendido un centro de salud...".

Concejal. La política que critica abiertamente también llamó un día a la puerta del doctor, aunque el aludido insiste en que el nunca se lanzó al ruedo de la cosa pública sino que fueron las circunstancias las que le empujaron a ocupar un puesto en el pleno del Ayuntamiento. Todo comenzó con José María Peña San Martín, de una forma, cuanto menos, casual. "Fui con Manolo Rodríguez Salazar a Francia, a Pessac, ciudad hermanada con Burgos, con la idea de establecer relaciones e intercambios con uno de los hospitales de corazón más prestigiosos del país vecino ubicado allí. Nos pusieron un coche y un chófer y nos fue estupendamente: entablamos muy buenas relaciones con nuestros colegas franceses en la primera media hora de reunión y luego dispusimos de unos días de ostras y champán. No dormimos, lo pasamos muy bien...", vuelven las risas.

En Francia conoció al alcalde Peña, "una persona con ideas", resume. Perteneció a su equipo de gobierno dos años -hasta su salida de la Alcaldía-, a los que sumó otros seis con Valentín Niño, como concejal de Sanidad, Acción Social, Deportes y también de Urbanismo, suspira... "Nunca me afilié a ningún partido, yo no tengo precio... Yo estaba en el Hospital, era un médico. Nunca había pensado en la ciudad, pero me encontré con una responsabilidad que encajaba en mi idea de empatía con lo que me rodea".

Valentín Niño, recuerda, confió mucho en su criterio y en su forma de trabajar. "Un día se plantó en mi casa e insistió en que me quería en política. Se quedó sentado en un sillón hasta que acepté... Recuerdo incluso que, en otro momento, le presenté por escrito mi dimisión pero nunca la aceptó... Y ahí me quedé".

Presume de ser el primer concejal del mundo al que le han hecho una huelga su primer día de servicio público: los trabajadores de un centro de atención social en Gamonal. "Creo que es un récord Guinness...", bromea.

Sus recursos como gestor político fueron muy sencillos y prácticos: se fue con su propio coche al País Vasco en varias ocasiones a conocer lo que aún no se hacía en Burgos. "Tenían más dinero y más posibilidades que nosotros y yo les copié todos los programas, copié lo que sabía que hacían bien. No quise meter mano en algo que ni conocía ni había estudiado".

De esos viajes surgió el programa de centros cívicos en la ciudad, la obra de la que más satisfecho se siente. "Los vi como un centro de democracia, un lugar que pudieran disfrutar todos aquellos ciudadanos que tuvieran carencias. Todo el mundo tiene derecho a una piscina o a unas instalaciones deportivas. Eran centros de convivencia social, aunque a algunos -entonces- no les gustaba la idea".

También le tocó viajar a Madrid, a apuntalar el proyecto del soterramiento del tren por el centro de la ciudad, algo que tuvo cerrado pero nunca llegó a ser... "A mí me las dieron todas en el morro...", resume incluyendo en el lamento su gestiones con el fútbol, con el Real Burgos en los tiempos de Martínez Laredo, que le llevaron a los tribunales. "Siempre fui partidario de que el Ayuntamiento no metiera ningún duro en aquel club, que metieran a la cárcel al señor que se había llevado todo el dinero de la ciudadanía y si había que estar diez años sin fútbol, mejor... Había que limpiar el asunto...".

"La política me ha enseñado que la ciudad no es tuya, que tus ideas no son las únicas y que siempre hay que buscar disculpas a alguien que tiene un temperamento que no es el tuyo", reflexiona.

BURGOS. Hoy ve una ciudad mejor, "que ha ido ganando", aunque solo le falta una cosa: "Los políticos viven de sus diferencias, del enfrentamiento permanente, y no se dan cuenta de que tenemos una ciudad maravillosa, con un centro administrativo y una vida en los barrios muy rica. Hoy se puede vivir en cualquier parte de Burgos y ningún ciudadano queda fuera del sistema, algo que cuesta muchos esfuerzos".

Reconoce abiertamente que no sabe quiénes son los políticos que nos gobiernan, pero pide una oportunidad para ellos. Para las futuras generaciones desea una ciudad "sin envidias": "Los burgaleses tenemos que ser generosos, tener presente que te van a quitar algo para darte algo...".

La recomendación la hace extensible a la hora de cuidar el corazón y prevenir los infartos. Somos el país del mundo, detalla, en el que el porcentaje de muerte por infarto es menor. "Casi con toda seguridad es porque nos sabemos reír, porque vivimos con la gente, socializamos y porque cuando reñimos es casi como una forma de hablar". Avisa, no obstante, que algo se está rompiendo en nuestra sociedad...