Diario de Burgos
Martín García Barbadillo

Plaza Mayor

Martín García Barbadillo


Oído

14/08/2023

En la excelente película Martín H, el protagonista (interpretado por Federico Luppi), tras años viviendo en España, afirmaba que lo que echaba de menos de su Buenos Aires natal eran los silbidos, «la gente que anda silbando por la calle. Aquí nadie silba. Notaba algo raro pero tardé unos cuantos meses en darme cuenta. Casi me vuelvo. Me entraron ganas de volver», decía. Así funciona el sonido, es un rumor casi desapercibido mientras sucede pero una sinfonía poderosa si se posa en la memoria.

Y el primer movimiento de esa composición veraniega burgalesa es, a veces, el claxon que anuncia la llegada del panadero al pueblo, un sonido que sabe a harina; un rito diario a la puerta de casa, o casi, que anticipa el chasquido del currusco (otro sonido) al que nadie se puede resistir una vez se tiene la barra en la mano. 

Si se prefiere empezar más suave, lo suyo es madrugar y dejarse arrastrar por las orquestas de golondrinas, o acercarse por una ribera cuando se levanta el aire por la tarde y escuchar las hojas de los chopos que suenan igual que el río al que acompañan. Porque el sonido no necesita de fuerza ni volumen para fijarse. No hay nada más evocador de un verano de infancia que la leve resonancia que produce una bicicleta cuando se baja una cuesta sin dar pedales. Si ha estado ahí alguna vez, y cierra usted los ojos, seguro que es capaz de escucharlo (y sentir todo lo que acompaña).

También el verano es el eco del compás rítmico de las campanas llamando a misa; un repique particular en cada sitio, quizás el mismo desde hace décadas (o siglos), que uno podría completar de memoria solo con escuchar el primer toque. Y lo es el tono agudo de las dulzainas despertando en las dianas el día de fiesta y también arrancarse a cantar (berrear o lo que se pueda), alzando un brazo y dándolo todo a las mil en la verbena, una de Barricada, Ska-P, Extremoduro o Los Suaves; una escuchada y aullada mil veces.

O, tal vez, el sonido del verano en un pueblo sea el silencio, el que permite dormir, vivir con el corazón a otro ritmo, estar en el mundo más tranquilo. Un silencio discreto, casi escondido, en el que no caemos (como con los silbidos), pero que cuando el otoño nos haga darnos cuenta de su ausencia quizás lo echemos de menos y nos entren ganas de volver, como a Luppi.