Diario de Burgos

El pintor que gritó las emociones

G. Koleva (SPC)
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La vida de Munch estuvo marcada por la tragedia y una delicada salud mental que fueron su máxima fuente de inspiración para crear una obra en la que plasmó su propia ansiedad y la del mundo por venir

El pintor que gritó las emociones - Foto: Mariordo (Mario Roberto Durán Ortiz)|via wikimedia

Sea por experiencias traumáticas de la vida o por un talento innato, lo cierto es que los artistas son personas altamente sensibles, capaces de conectar con la belleza y de expresar sus emociones de una forma que escapa al resto de los mortales.

Quizá por ello Edvard Munch logró hacerse un hueco en la Historia convertido en uno de los pintores más importantes del mundo. Desde su complicada infancia a su solitaria y silenciosa muerte, tragedias familiares y su propia experiencia con los trastornos mentales de por medio. Cada acontecimiento de su existencia acabó marcando la personalidad de un autor que decidió escoger la parte menos amable de su vida para gritar a los cuatro vientos sus inquietudes, haciendo de su obra un auténtico deleite para los amantes del arte.

Nacido en 1863 en Noruega, conoció la muerte desde una edad muy temprana con la pérdida de su madre por una tuberculosis, una enfermedad que también se llevó pocos años después a quien fuera su hermana favorita.

Todos estos sucesos provocaron cambios drásticos en su hogar, especialmente en la relación con su padre, un médico castrense que se volvió con el paso de los años cada vez más duro y exigente con su hijo, máxime cuando el joven Munch empezó a frecuentar el mundo bohemio, muy contrario a las creencias religiosas de su progenitor. 

Tras una infancia marcada por una frágil salud que lo mantuvo alejado de la escuela largos meses, Edvard encontró en el dibujo una escapatoria de su aislamiento. La presión de su padre le obligó a inscribirse en un colegio técnico para convertirse en ingeniero, pero pronto decidió abandonar sus estudios para encontrar su propio sueño refugiándose en la pintura. 

Munch decidió poner rumbo a París, la meca del arte y la cultura en aquella época, donde tuvo la oportunidad de desarrollar su creatividad y codearse con algunos maestros de la talla de Paul Gauguin y Toulouse Lautrec, lo que le permitió ir ganando confianza para empezar a exhibir su trabajo. Posteriormente, descubrió en Berlín el grabado, una faceta menos conocida pero que también acabó formando parte de su colección.

«Diseccionar el alma»

Solía decir el autor sobre sí mismo que, «igual que Leonardo da Vinci diseccionó cadáveres para estudiar el cuerpo humano, yo intento diseccionar el alma». Y lo hizo. El dolor, la ansiedad, la depresión y la melancolía de un hombre atormentado se convirtieron en los protagonistas de sus creaciones, llevándole a explorar senderos poco transitados por el resto de artistas y otorgando a sus cuadros una fuerte expresividad no vista hasta entonces. No en vano se convirtió en uno de los precursores del expresionismo alemán de principios del siglo XX.

Pero por aquel entonces, la sociedad estaba acostumbrada a la belleza y la armonía del impresionismo y los sentimientos internos que tanto retrató no fueron bien recibidos por una población sensible al cambio. Es más, cuando la Unión de Artistas de Berlín le invitó en 1892 a realizar en Munich su primera exposición individual, la muestra tuvo que cerrar sus puertas apenas una semana después debido al gran revuelo que provocó.

Lejos de amedrentarse, el artista vio en ese escándalo la oportunidad perfecta para impulsar su carrera. Y fue precisamente en esos años cuando decidió plasmar su propia ansiedad y la del mundo por venir en el que es su lienzo más conocido. «Paseaba por un sendero con dos amigos. El sol se puso. De repente, el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla: sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad. Mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad». Esas fueron las palabras que usó el propio Munch para describir El grito (1893). 

El cuadro -del que existen cuatro versiones realizadas por el artista, dos en óleo y dos en pastel- tuvo tal éxito que la gente acudía en masa a verlo, si bien tampoco estuvo exento de polémica y algunos críticos llegaron incluso a advertir a las embarazadas que no observasen la obra ante el desagrado que producía.

Para entonces, Munch ya estaba sumido en el alcohol, fruto también de unas tormentosas relaciones amorosas que no hicieron más que añadir dolor a su vida. Todo ello hizo que sus traumas psicológicos se hiciesen más evidentes, lo que paradójicamente propició su ascenso artístico. Pero sus fantasmas le acabaron ganando la batalla y terminó internado por su propia voluntad en una clínica mental de Copenhague durante varios meses.

Últimos años

A su salida, decidió regresar a su Noruega natal, donde apostó por una vida solitaria en la que su trazo se rindió a unas pinturas mucho más enérgicas y vivas, pero menos emocionales.

Ya en los albores de la Segunda Guerra Mundial, Edvard temió que su arte, calificado de «degenerado», fuese censurado, por lo que decidió donar buena parte de su trabajo a Oslo tras quedar confiscadas unas 80 pinturas en Alemania.

Munch falleció por una neumonía a los 80 años, solo y en silencio. El artista que manejó como nadie el sufrimiento murió en Oslo en 1944, dejando huérfana a una Europa en llamas, casi con la misma estampa que dejó entrever medio siglo atrás con su grito.